Desde la toma de Granada, las Españas (que no España), se convirtieron en una potencia mundial de primer orden. Luís XII de Francia sufriría esta nueva realidad en su contencioso con el Gran Capitán, y su sucesor, Francisco I, vio de súbito soterrada su arrogancia bajo el afilado estoque de Juan de Urbieta, en Pavía. Desde la caída de Constantinopla, en 1453, ningún reino de la cristiandad había acaparado semejante poder. No se ponía el sol bajo la égida de Sus Austriacas Majestades Católicas, desde las Filipinas hasta Flandes. Este vastísimo imperio se mantuvo, mal que bien, durante cien años, sujetado por dos fuertes pilares: la diplomacia y los Tercios Viejos.
Paseando la roja cruz de San Andrés de nación en nación, estos hombres formidables que son los soldados de tercios, soterrado ya todo atisbo de la aborrecible filosofía "orangista", escribieron con letras de oro una página fascinante de nuestra historia.
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